Tras varios meses en los que su piel se asemejaba al gris
del cielo a causa del enlatamiento que la rutina del invierno le obligaba a
llevar, se alzó sobre sus chanclas y dispuso con delicadeza dentro de su
mochilita rosa los preciados utensilios que la tan esperada ocasión merecía.
No fue plenamente consciente de que el verano ya había
llegado a la ciudad hasta que sus pies no se hallaron hundidos bajo aquella arena suave y
limpia, la misma que cada año la observaba crecer desde la playa.
Se quitó la ropa mientras su abuela pronunciaba las mismas
palabras que tantas veces antes había escuchado: “¡Métete sólo hasta que te
cubra por el ombligo!”. Puesto que cada año que pasaba le ganaba un palmo a las
agitadas aguas, la niña se soñaba nadando a lo largo de la fina línea que
separaba cielo y mar, soplando los veleros que, desde la orilla, parecían como
de juguete. En los días grandiosos en los que su madre se permitía bajar a
aquella patria de arena, ésta con un bañador de rayas rojas se convertía en un
barco fuerte, de piel suave, con sabor a mar y a crema solar, un barco que
navegaba veloz, surcando las olas y transportándola más allá de la zona donde
sólo cubre por el ombligo...
Aquella tarde el sol había cesado de jugar al escondite
entre las nubes y la marea se encontraba tan baja que dejaba al descubierto las
enormes rocas de los acantilados. Éstas ahora se le antojaban enormes palacios habitados
por algas, lapas, musgos y otras muchas criaturas sacadas de sus cuentos. En un
alarde de valentía, se adentró en el interior de sus recovecos para salir
empapada de sal hasta el alma y dejándose la voz al grito de: “¡Mamá! ¡Traigo
cangrejo en mano!".
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