viernes, 28 de junio de 2013

"¡Mamá! ¡Traigo cangrejo en mano!"


Tras varios meses en los que su piel se asemejaba al gris del cielo a causa del enlatamiento que la rutina del invierno le obligaba a llevar, se alzó sobre sus chanclas y dispuso con delicadeza dentro de su mochilita rosa los preciados utensilios que la tan esperada ocasión merecía.

No fue plenamente consciente de que el verano ya había llegado a la ciudad hasta que sus pies no se hallaron hundidos bajo aquella arena suave y limpia, la misma que cada año la observaba crecer desde la playa.

Se quitó la ropa mientras su abuela pronunciaba las mismas palabras que tantas veces antes había escuchado: “¡Métete sólo hasta que te cubra por el ombligo!”. Puesto que cada año que pasaba le ganaba un palmo a las agitadas aguas, la niña se soñaba nadando a lo largo de la fina línea que separaba cielo y mar, soplando los veleros que, desde la orilla, parecían como de juguete. En los días grandiosos en los que su madre se permitía bajar a aquella patria de arena, ésta con un bañador de rayas rojas se convertía en un barco fuerte, de piel suave, con sabor a mar y a crema solar, un barco que navegaba veloz, surcando las olas y transportándola más allá de la zona donde sólo cubre por el ombligo...

Aquella tarde el sol había cesado de jugar al escondite entre las nubes y la marea se encontraba tan baja que dejaba al descubierto las enormes rocas de los acantilados. Éstas ahora se le antojaban enormes palacios habitados por algas, lapas, musgos y otras muchas criaturas sacadas de sus cuentos. En un alarde de valentía, se adentró en el interior de sus recovecos para salir empapada de sal hasta el alma y dejándose la voz al grito de: “¡Mamá! ¡Traigo cangrejo en mano!".



 
 
 
 


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