¿Y si se pudieran envasar sensaciones
dentro de pequeños tarros de cristal? Desde muy pequeña he soñado
con que esto fuera posible.
Recuerdo cuando mi madre se marchó con
un par de amigos y una furgoneta roja al Sáhara. El caso es que
regresó con las maletas repletas de exóticos cachivaches, parecía
que iba a liarse la manta a la cabeza y montar un mercadillo
ambulante... A pesar de tanto objeto como sacado de "Las mil y una
noches", lo que más me llamó la atención fue un pequeño tarro de
cristal que contenía arena de un color que mis ojos no habían visto
nunca antes.
Durante muchos años, ese pequeño
trozo del continente africano nos observaba desde la repisa de una de
las estanterías del salón y me fascinaba aquel contacto con la
cultura de Ali Baba, de los cuarenta ladrones, de Aladino e incluso
de Abú. Por ello, algunas veces no podía evitar meter un dedo
dentro del delicado tarro y materializar dicho contacto... Sólo lo
hacía muy de vez en cuando por miedo a que el preciado tesoro se
desgastara.
Ahora me encantaría poder llenar la
casa de tarritos en los que guardar ciertos momentos para poder
acariciarlos cuando al alma se le encaprichara. Hoy, por ejemplo,
vertería el roce del tan esperado calor del sol en las alturas de
una ciudad que cada segundo me pide a gritos que no vuelva a casa,
que salga a la calle, que descubra lo que se esconde tras sus
recortadas esquinas, mientras juega conmigo al escondite y hace de
cada paso una divertida aventura.
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